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La prometida esposa


_¿Es cierto que guarda como un tesoro el vestido de novia?
_En un arcón de cedro.
_Ha muerto el padre, ha muerto la madre, han muerto las hermanas.
_¿Sacará el vestido de tanto en tanto? Deslucido estará, des­leído el color.
_Y ella... viviendo detrás de las rejas de la ventana.
_El negro Comandat y la Jesusa le prestan los ojos y las ore­jas,
_Gris debe estar el vestido. De un gris mustio, pálido.
_¿Y cómo vivir? ¿Y por qué vivir?
_Dicen que dura por empecinada.
_¿Desde cuándo lo guarda?
_En el 1821 murió Pancho. Ya van para cuarenta años.
_Viuda antes de casarse.
_Envejeció en cama estrecha.
_Norberta Calvento, la prometida fiel.
_¿Y el ajuar?
_Dicen que era digno de una reina, que no hubo otro igual en toda la provincia.
_Urdimbre de tiempo, y de amor, y de desdicha.
_¿El vestido guardado de la luz, del aire por cuarenta años?
_Para lucirlo en el entierro.

Dentro de poco cumplirá noventa años. Ha resistido más de lo que nunca imaginó. Ella no entiende los juegos, los alambiques, los asaltos de la memoria. Hay cosas que no se borran nunca y otras que se pierden sin que uno se dé cuenta. La vida se vuelve tibia, lejana, como un sonido apagado, como un andar sin hambre ni sed. Hace tanto tiempo que no sale de la habita­ción... Y de pronto, Pancho. El rostro sin sangre, el poncho co­lorado en forma de capa, el tintinear de las espuelas de plata en el embaldosado del patio. Ha vuelto. Arrebujada entre almoha­dones y cobertores, ella sonríe. Es Pancho con el uniforme de los Dragones de la Patria; es Pancho, el pelo rubio, los ojos azu­les, su apostura varonil; ella sonríe, siente que la felicidad se aproxi­ma y se exalta, y luego, de pronto, una luz que en vez de ilumi­nar, confunde, difuma, deshace la imagen, la desaparece; Norberta aprieta los párpados, quiere seguir en esa oscuridad dichosa de la duermevela, se obstina en retener la imagen del amado, que permanezca un minuto, un segundo más pero su esfuerzo es inútil: se ha ido. Otra vez se ha ido. Entonces... ¿ha estado so­ñando y el sueño la despertó? Abre los cansados ojos. Una ne­blina extensa, silenciosa, la rodea. Desgracia de los viejos vivir sin esperanza, dicen.Pero qué nombre darle, cómo decir, qué decir de una vida entera sin esperanza. Porque ella era una niña cuando se quedó sin nada. Y sin embargo se sostuvo. Y todavía hoy, sus débiles huesos, su cuerpo devastado, este envoltorio de cenizas que parece siempre a punto de desmoronarse se sostie­ne. Sin esperanza. Quizá llegue al siglo si es voluntad del Señor. ¿De dónde sacó la fuerza? Norberta se interroga a sí misma, busca una respuesta. La rebelión del alma. Sí. Debe de haber sido eso. Porque cuando agobiada por la tristeza y el dolor se iba yendo del mundo, el alma se le rebeló. Fue la primera, la única rebelión de su alma. De una niña sumisa, exangüe, brotó la ra­bia. Y desapareció la fiebre y la enfermedad. Y ya no necesitó de tisanas ni de sangrías ni de jarabes. Y fue sola, sin que nadie la acompañara, que así sería su vida en adelante, plena soledad, a prometer al Altísimo, en todos los altares de todas las iglesias y capillas del Arroyo de la China: “Juro que no moriré sin haber enterrado a los que te traicionaron, no me iré de nuestra tierra ni de tu casa antes de que caigan, uno a uno, los que entregaron, los que entregarán tu bandera colorada, azul y blanca”.
Victorioso. Invicto. Galante. Así lo recuerda ella. En La Baja­da, antes de levantar campamento para cruzar a Santa Fe, hubo bailes en las casas principales y en las calles, corridas de toros, riñas de gallo y hasta funciones de títeres pues nadie quería dejar de agasajarlo, de mostrarle su adhesión. El ejército se ponía en marcha, la República de Entrerríos estaba de pie. Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba tendrían el escarmiento que se merecían.
De allí, de La Bajada, en ese fatídico año de 1821, le mandó por intermedio del negro Comandat, aquella esquela, escrita en medio del apuro de la partida, que ella ha transformado en ora­ción, en plegaria, en elegía.

El pañuelito con mis iniciales, bordado por usted,
lo llevo siempre junto a mi corazón.
Así será también en las batallas que me esperan
y en la gloria o el desdén con que me reciba la historia.
Suyo:
Francisco Ramírez.

El vestido es negro, de seda. Puntillas y encajes delicadamen­te festoneados. Corsé de afelpado terciopelo negro. Amplios, cayendo pesados sobre el miriñaque, los gajos negros de la fal­da. El vestido, dominante en el centro de la habitación, anula al maniquí que lo sostiene y se yergue, se alza, se compone. El diseño, los bordados, los apliques de mostacilla, las diferentes texturas, las miles de puntadas dibujan el deseo palpitante de la novia y el cuerpo que lo ocupará; cada invisible costura anticipa los bisbeos de la seda en la piel, el susurro de la tafeta de las enaguas, el despacioso y paciente deslizarse y estremecerse; cada ojal, la prolijidad del festón de cada ojal, anticipa el abrochar y desabrochar de la hilera interminable de botones en la espalda; cada rosa y cada capullo, ornamentos preciosos, delicados, que cubren la estrecha y recatada pechera, exhalan perfume, tibieza. Y en los disimulados pliegues del vestido, en su majestuosidad, en su estar esperando en medio de la habitación, aunque sujeto al maniquí, ya aparece el desmayo complaciente de la caída, la forma ausente del cuerpo que ha ido a buscar otro cuerpo; el abandono sin sufrimiento, no en el suelo, quizá sobre un sillón o quizá sobre el respaldo de la cama matrimonial. El vestido es negro. Enteramente negro. Del más oscuro y suntuoso negro para realzar la blancura, la pureza, la inocencia de la inmaculada novia.
¿Y de la Delfina, quién le habló?Pegada igual que abrojo a la suerte de él.¿Le contaron?¿Cuándo? Una cuartelera, la portu­guesa. ¿Pero quién se lo dijo? ¿Cómo fue que se enteró? Nadie nunca se lo dijo. De ésa, y de tantas otras, jamás nadie le habló. A Norberta le llegaban las murmuraciones mientras cosía o bordaba el ajuar: nada en voz alta, siempre retazos, como pedacitos de encaje desechados que se filtraban en la conversación. Todo a lo largo de la espera, la insidia en cada puntada de punto arroz, en cada hebra defilada para la vainilla, en el dibujo que va apare­ciendo en el macramé. Norberta aprendió a hacer oídos sordos rápidamente, a restar importancia, a sortear con una sonrisa el correveidile en que se convirtió su vida. Pero, ¿acaso podía espe­rar otra cosa siendo la prometida del Supremo? ¿Y sus padres, y Doña Tadea, su futura suegra, y sus amigos y vecinos de siem­pre, los López Jordán, acaso alguno de ellos, alguna vez, le dijo algo? ¿A quién en el Arroyo de la China se le ocurrió pensar que ella no se casaría con Pancho? A nadie. La respetaban tanto como la respetan ahora. Porque a medida que ha ido pasando el tiem­po, y el tiempo ha pasado, el nombre del Supremo sigue vivo en forma de promesa. A Norberta le enorgullece saber que en la villa sólo hablan de ella y de su vestido de novia. De su fidelidad. Y de su ajuar que fue y es bandera de Los Libres.
No. No es cierto pensó Norberta. Es imposible que a mi amor lo cercenen. Es imposible pensarte, Pancho, tu cuerpo y tu cabeza separados. El cuerpo en el campo, abandonado a las ali­mañas: lo devorarán los pumas, lo despellejarán los cuervos, lo recorrerán las hormigas y los tatús y las víboras, y los zorros qué harán de él, su cuerpo que no conocí; y mi virtud, mis manos, mis brazos, mis labios a quién besarán. No, no, el grito helado en la garganta, callarse, callar el desgarro creciente, no hay pala­bras para este dolor, ni llanto para este sufrimiento, qué le han hecho a tu cara, los ojos claros me miran todavía, y la boca que no está seca ni es un pellejo azulado hundido ni la nariz es tan afilada ni el pelo es una masa sanguinolenta ni él es osamenta carcomida, piel que se ha transformado en cuero, cabeza ensar­tada en una pica, cabeza encerrada en una jaula, cabeza expuesta en el Cabildo de Santa Fe cuelga en lo alto, hermoso, quién pue­de igualar tu hombría, no hay, no hubo, no habrá, espada a la cintura, espuelas de plata, tu mujer, la que nunca será tu mujer, tu prometida, la que siempre será tu novia te dice que es imposi­ble, Pancho, que mi amor es eterno, que a mi amor nada ni nadie lo mata.
Norberta no puede precisar cuándo, en qué año o época, dejó de recibir. Se cansaba demasiado. La iban a ver miembros prominentes de las mejores familias de la provincia, políticos y gobernantes que no se olvidaban de Pancho, gente humilde le acercaba presentes y hasta viajeros ilustres, extranjeros, la visita­ban. En las provincias, en Concepción, en Buenos Aires se su­cedían los entuertos, los hombres que hoy brillaban y mañana no; mañana, pasado mañana, por una u otra cosa los gobiernos y los gobernadores y los jefes caían. Como las hojas de los alma­naques. Ella los fue sobreviviendo a todos y todavía no se rinde. ¿El mate está listo? Que el negro Comandat y la negra Jesusa preparen la mesa al fresco. Esta tarde se levantará y paseará un rato por el jardín. El aire le hará bien, despejará su cabeza de malos recuerdos.
Entre ellos el amor fue confiado, amistoso, apacible. Pancho entraba a la sala y, en presencia de sus padres, relataba los episo­dios de la lucha. Y cuando fue Gobernador de de la provincia, sus planes: la reorganización de la economía, la creación de es­cuelas, el entramado político necesario para recuperar el antiguo territorio del Virreinato del Río de la Plata. Nunca era más hermo­so que entonces cuando pensaba en el futuro. Y en el futuro estaba ella a su lado. Con el asentimiento de sus padres, la toma­ba cariñosamente de las manos y la miraba con ternura. Como cuando eran niños y jugaban a la ronda o las escondidas en el patio.
Ella era una niña y Pancho ya la requería de entre sus herma­nas. Y se imponía: nadie se esconde con ellos en el patio de los naranjos, que se busquen otro lugar, que volteen para otro lado y hagan silencio si no quieren ser descubiertos por el enemigo. Al enemigo hay que engañarlo, Norberta, al enemigo hay que caerle cuando menos lo espera, de sopetón. Lo mismo que el río que parece tan tranquilito y es bravo como una fiera cuando se encrespa.
El vivió enarbolando ideas, luchando, yéndose. ¿Cómo no se lo iban a disputar las mujeres de la provincia? Tantas cosas se dijeron, tantas... hasta que tuvo dos hijos que llevan el apellido Ramírez y andan entre las huestes de Urquiza, ahora que Urquiza se ha levantado contra Rosas y concentra fuerzas en los campa­mentos de Calá, San José y Arroyo Grande. Y si fueron de él, ninguno de mujer decente, ninguno asentado, piensa Norberta. En esta aldea corren juntos el amor y el odio, el engaño y la esperanza. A Justo José de Urquiza ella lo conoce bien. Segunda, una de sus queridas hermanas, cayó bajo embelesada por él y le quedaron varios hijos.
El hombre es poderoso. Pareciera que la bandera federal le pertenece; pareciera que se olvida de quién la ha heredado.
Confederación, dicen. Del olvido se nutren las traiciones. Pero así como el aire y el cielo cambian pero son siempre los mismos, así ella es constante. Norberta tiene presente la promesa. Ya se verá lo que trae el aire. Si Dios le ha dado en esta vida tanta carga le años no ha sido en vano -como las brujas de las afueras, como las curanderas de los ranchos- presiente algo, no sabe qué cosa ni cuándo, un claroscuro, un violento relámpago en pleno día que sacudirá los aconteceres, cambiará el rumbo delineado y por fin ella podrá irse a descansar. ¿Y la Jesusa por qué no viene cuando la llamo? ¿Y el negro Comandat? Estamos usted y yo, solitas, en la casa, le dice la sobrina bisnieta. Se lo ha dicho infinidad de veces, como quince años hace que murieron los viejos servidores de la familia. La sobrina bisnieta cree que ya no escucha: la tía está sor­da como una tapia. Ellas dos, únicas habitantes en la inmensa casa. La sobrina bisnieta se meterá a monja cuando la tía muera.
Carmelita, de clausura. En el arcón de cedro, allí está mi vida entera, insiste la tía. No. No es cierto, gritó Norberta. Que nadie en esta casa lo repita. Que jamás nadie, que nunca, nunca digan lo que en todos los poblados de la provincia, en la sierras, en los llanos, en las calles y los mercados y las escuelas de Concepción dicen: que fue por ella. Maldita cuartelera. No fue por ella. Fue por él. No lo conocen. Yo lo conozco. Su bravura, su coraje, su valentía. Lo hubiese hecho por cualquiera, por cualquiera de sus montoneros lo hubiese hecho. Volverse a defender a uno de los suyos. Por Anacleto Medina, por Ricardo, su medio hermano, por el fraile Monterroso o por un tape guaraní, toba o guaycurú. Por ser como era lo hizo. Padre, lo llamaban. ¿Un Padre hubiese dejado a alguno de sus hijos sin defender? No importa quién fuera, él hubiese hecho lo mismo sin dudar. ¿Cuándo le importó el nú­mero de los que tenía adelante?, ¿cuándo se mezquinó para tra­tar de salvarse? Que alguno, que alguien con autoridad me des­mienta si no digo verdad.
_¿Y el ajuar? ¿Y los manteles, las sábanas, los camisones?
_Vendas, estopas, campos blancos de la bandera federal.
_¿Vendas de hilo de Holanda? ¿Estopas de manteles borda­dos con punto arroz, hilos de seda, avainillados?
_Lavan y planchan con carbón al rojo vivo los camisones, las mantas, las toallas de mano, las servilletas, los cobertores. Y des­pués los rasgan, los cortan, los cosen. Ella lo ordena.
_¿El ajuar completo?
_Para los heridos, los enfermos, los arrinconados.
_Roperos de pie y medio, arcones, cómodas: el ajuar rebalsaba los estantes, los cajones, las cajas enteladas con motivo de viole­tas.
_No hubo otro de tal magnificencia en Concepción del Uru­guay.
_Era la prometida esposa del Supremo.
_¿El ajuar completo?
_Lo que va quedando. Años de lucha, de resistencia al poder central.
_¿Enaguas rasgadas a lanzazos? ¿Pañuelos de lino abando­nados en las sierras de Montiel? ¿Indios brutos, tapes, montoneros con vinchas y chiripás de hilo de Holanda?
_Adónde sea y no importa quién. Adonde haya un Libre, adonde resista la pluma de ñandú.
_Ella lo ordena. A lavar, a planchar, alistada está su promesa de novia para otra guerra.
_¿Desde hace cuánto tiempo?
_Cincuenta años.
_Sin salir jamás de la casa.
La desgracia. ¿Cómo se enteró ella de la desgracia? Ella oyó los gritos, los golpes de la aldaba, las corridas de los sirvientes, la voz de su padre. San Francisco del Chañar, dijeron. En medio de la noche, lo escuchó claramente. Y un revuelo y un desorden. Porque ella se había levantado, había entreabierto la puerta de su cuarto -no era su intención exponerse al aire frío de la no­che- pero al oír San Francisco del Chañar sin saber por qué corrió en la oscuridad, sin siquiera haberse cubierto con una mañanita, así como estaba, en camisón y descalza, corrió hasta el escritorio donde su padre, y también su madre, y el negro Comandat, y la Jesusa, y sus hermanos varones se apiñaban alre­Icdor del recién llegado.
Buscaban el norte, la salida por el Chaco. ¿Por qué tan apar­tado de Buenos Aires?, se preguntó Norberta. El soldado, ja­deante, sucio, agotado apenas se mantenía en pie; la Jesusa le dio agua y después aguardiente y su padre le acercó una silla. Algo no ha salido bien. Pancho nos previene de que nos protejamos de sus enemigos. Pero no bien se rehaga, no bien su tropa se recomponga, para qué los tiene a Campbell, a Carrera, a Medina, a Piriz, corajudos, capaces de sacar fuerzas de la nada; no bien se junten todos, con Pancho de vuelta en Entrerríos y al mando, volverán a la carga. Eso era lo que pensaba cuando su padre, como si en ese preciso momento se diera cuenta de su presencia, la tomó de los hombros y la condujo hasta el sillón de pana y se sentó a su lado. Su padre la miró largamente a los ojos y sin que se le quebrara la voz se lo dijo. Que Pancho había nido derrotado. Y también le dijo el padre, muerto. Que no era hora de debilidades ni de blanduras, que suyo era el temple de las bravas criollas, Norberta. Y que guardara el sufrimiento en el corazón, enlazados en el corazón, amada hija, el dolor y la promesa de casamiento. Porque si la voluntad divina no hubiera sido la que fue, ella, Norberta Calvento, sería, hubiera sido, ante Dios y ante los hombres, la legítima esposa.
Subrepticiamente, en silencio, sin que ella lo viera, hacerlo desaparecer. Por orden de la madre, el vestido de novia ha pasa­do del maniquí al fondo del arcón. Metros y metros de tela blanca. Como monstruoso vendaje -no hay herida que abarque el cuerpo entero- los rectángulos cuidadosamente recortados de tela blanca cubrirán el fondo y las paredes laterales del arcón de madera de cedro tallado por los guaraníes de las misiones. El vestido de novia, negro, esplendoroso, inútil, se apoyará sobre la tela blanca y quedará allí, resguardado del polvo y de las polillas por los metros y metros de tela blanca y por las bolsitas de al­canfor y de lavanda que se depositarán entre doblez y doblez -el vestido ha sido doblado con extremo, con exquisito cuidado: la inmensa falda negra en dos, la recatada pechera volcada, las mangas sobre la pechera en actitud de rezo, la mantilla de encaje negro como si estuviera cubriendo piadosamente la cabeza-. El alcanfor y la lavanda disfrazarán el olor del tiempo, hecho de humedad y de encierro; pero el tiempo no perdonará el color del vestido que se irá transformando lentamente de negro a ce­niciento, de ceniciento a blanco marfileño.
_Gritan el nombre del Supremo.
_Mataron a Urquiza por traidor.
_Acaban de matarlo. La provincia está en armas. Justo José de Urquiza, asesinado.
_Al galope y a los tiros en San José. Y cayó el Waldino tam­bién por salvar al padre.
_Dicen que a la Norberta le brillaron los ojos. Pero se persignó.
_Que se levantó de la cama para aclamar a los López Jordán.
_Justicia, gritan.
_Libertad.
_Urquiza se volvió unitario, pisoteó el credo federal.
_El Anacleto Medina, ciego, se ha hecho atar al caballo y anda dando voces de rebelión.
_Guardia montonera frente a la casa de los Calvento.
_Flamea la bandera tricolor.
_La sobrina está asustada con tanto alboroto. Y no deja de rezar el rosario.
_Como si ya la estuviera velando.
_La noticia ha corrido como reguero de pólvora.
_No es para menos.
_La Norberta ha mandado abrir el arcón de cedro.


Inés Legarreta
Chivilcoy