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Estudio en escarlata

(...)
1. Mr. Sherlock Holmes
En el año 1878 obtuve el título de doctor en medicina por la Universidad de Londres, asistiendo después en Netley a los cursos que son de rigor antes de ingresar como médico en el ejército. Terminados mis estudios, fui destinado el 5.0 de Fusileros de Northumberland en calidad de médico ayudante. El regimiento se hallaba por entonces estacionado en la India, y antes de que pudiera unirme a él, estalló la segunda guerra de Afganistán. (…)
La campaña trajo honores a muchos, pero a mí sólo desgracias y calamidades. Fui separado de mi brigada e incorporado a las tropas de Berkshire, con las que estuve de servicio durante el desastre de Maiwand. En esa batalla la bala de un rifle Jezail me hirió el hombro, haciéndose añicos el hueso y sufriendo algún daño la arteria subclavia. Hubiera caído en manos de los despiadados ghazis (árabes) a no ser por el valor y lealtad de Murray, mi asistente, quien me puso sobre un caballo y logró alcanzar las líneas británicas.
Agotado por el dolor y en un estado de gran debilidad a causa de las muchas fatigas sufridas, fui trasladado, junto a un nutrido convoy de maltrechos compañeros de infortunio, al hospital de la base de Peshawar. Allí me rehice, y estaba ya lo bastante sano para dar alguna que otra vuelta por las salas, y orearme de tiempo en tiempo en la terraza, cuando caí víctima del tifus, la epidemia de nuestras posesiones indias. Durante meses no daban nada por mi vida y, una vez recuperado el conocimiento e iniciada la convalecencia, me sentí tan extenuado y con tan pocas fuerzas que el consejo médico determinó mi inmediato retorno a Inglaterra. Despachado en el transporte militar Orontes, al mes de travesía toqué tierra en Portsmouth, con la salud dañada para siempre y nueve meses de licencia pagados por el gobierno para intentar remediarla.
No tenía en Inglaterra parientes ni amigos, y era, por tanto, libre como una alondra -es decir, todo lo libre que cabe ser con un ingreso diario de once chelines y medio. Hallándome en semejante coyuntura marché naturalmente hacia Londres, sumidero enorme donde van a dar de manera fatal cuantos desocupados y haraganes contiene el imperio. Permanecí durante un tiempo en un hotel del Strand, viviendo más mal que bien, sin ningún proyecto a la vista, y gastando lo poco que tenía, con mayor liberalidad de la que mi posición recomendaba. Tan alarmante se hizo el estado de mis finanzas que caí en la cuenta de que no me quedaban otras alternativas que decir adiós a la metrópoli y terminar en el campo o cambiar radicalmente mi modo de vida. Elegido el segundo camino, comencé por hacerme a la idea de dejar el hotel y ubicarme en un lugar menos caro y pretencioso.
No había pasado un día desde esa decisión, cuando en el Bar Criterion, alguien me puso la mano en el hombro, y, al dar media vuelta, reconocí al joven Stamford, un antiguo practicante a mis órdenes en el Barts. La vista de una cara amiga en la jungla londinense resulta en verdad de gran consuelo al hombre solitario. En los viejos tiempos no habíamos sido Stamford y yo lo que se dice uña y carne, pero ahora lo recibí con entusiasmo, y él, por su parte, pareció contento de verme. En ese arrebato de alegría lo invité a que almorzara conmigo en el Holborn, y juntos subimos a un coche de caballos.
_Pero ¿qué ha sido de usted, Watson? -me preguntó sin ocultar su sorpresa mientras el traqueteante carro se abría camino por las pobladas calles de Londres-. Está delgado como un arenque y más negro que una nuez.
Le hice un breve resumen de mis aventuras, y apenas si había concluido cuando llegamos a destino.
_¡Pobre de usted! -dijo en tono conmiserativo al escuchar mis penalidades-. ¿Y qué proyectos tiene?
_Busco alojamiento -repuse-. Quiero ver si me las arreglo para vivir a un precio razonable.
_Cosa extraña -comentó mi compañero-, es usted la segunda persona que ha usado esas palabras en este día.
_¿Y quién fue la primera? -pregunté.
_Un tipo que trabaja en el laboratorio de química del hospital se quejaba esta mañana de no tener a nadie con quien compartir unas habitaciones que ha encontrado, bonitas a lo que parece, pero muy caras para su bolsillo.
_¡Demonio! -exclamé-, si realmente está dispuesto a dividir el gasto y las habitaciones, soy el hombre que necesita. Prefiero tener un compañero antes que vivir solo.
El joven Stamford, con el vaso en la mano, me miró de forma un tanto extraña.
_No conoce todavía a Sherlock Holmes -dijo-, podría llegar a la conclusión de que no es exactamente el tipo de persona que a uno le gustaría tener siempre por vecino.
_¿Sí? ¿Qué habla en contra suya?
_En ningún momento he sostenido que haya nada contra él. Se trata de un hombre de ideas un tanto peculiares..., un entusiasta de algunas ramas de la ciencia. Hasta donde sé, no es mala persona.
_Naturalmente sigue la carrera médica -inquirí.
_No. Nada sé de sus proyectos. Sabe de anatomía y es un químico de primera clase; pero según sé no ha asistido a ningún curso de medicina. Sigue en su estudio rutas extremadamente dispares y excéntricas, si bien ha reunido una cantidad tal y tan desusada de conocimientos, que quedarían atónitos no pocos de sus profesores.
_¿Le ha preguntado alguna vez qué se trae entre manos?
_No; no es hombre de fácil confidencia, aunque puede resultar muy comunicativo cuando está en vena.
_Me gustaría conocerle -dije-. Si he de compartir la vivienda, prefiero a una persona tranquila y consagrada al estudio. No me siento lo bastante fuerte para sufrir mucho alboroto o excesiva agitación. Afganistán me ha dado ambas cosas en grado suficiente para el resto de mi vida. ¿Cómo podría entrar en contacto con este amigo suyo?
_Ha de hallarse con seguridad en el laboratorio -repuso mi compañero-. O se ausenta de él durante semanas, o entra por la mañana para no dejarlo hasta la noche. Si usted quiere, podemos ir allí después del almuerzo.
_Desde luego -contesté, y la conversación se fue por otros rumbos.
Una vez fuera de Holborn y camino al laboratorio, Stamford añadió algunos detalles sobre el caballero que llevaba trazas de convertirse en mi futuro coinquilino.
_Sepa disculparme si no llega a un acuerdo con él -dijo-, nuestro trato se reduce a unos cuantos y ocasionales encuentros en el laboratorio. Usted fue quien propuso el arreglo, de modo que quedo exento de responsabilidad.
_Si no congeniamos bastará que cada cual siga su camino -repuse-. Me da la sensación, Stamford -añadí mirando fijamente a mi compañero-, de que tiene usted razones para querer lavarse las manos en este negocio. ¿Tan formidable es la destemplanza de nuestro hombre? Hable sin reparos.
_No es cosa sencilla expresar lo inexpresable -repuso riendo-. Holmes posee un carácter demasiado científico para mi gusto..., un carácter que raya en la frigidez. Me lo imagino ofreciendo a un amigo un dosis del último alcaloide vegetal, no con malicia, entiéndame, sino por la pura curiosidad de investigar sus efectos. Y si he de hacerle justicia, añadiré que en mi opinión lo tomaría él mismo con igual tranquilidad. Se diría que habita en su persona la pasión por el conocimiento detallado y preciso.
_Encomiable actitud.
_Y a veces extremosa... Cuando le induce a golpear con un bastón los cadáveres en la sala de disección, se pregunta uno si no está escondiendo tal vez una forma en exceso peculiar.
_¡Golpear los cadáveres!
_Sí, a fin de ver hasta qué punto pueden producirse magulladuras en un cuerpo muerto. Lo he contemplado con mis propios ojos.
_¿Y dice usted que no estudia medicina?
_No. Sabe Dios cuál será el objeto de tales investigaciones... Pero ya hemos llegado, y podrá usted formar una opinión sobre el personaje.
Cuando esto decía enfilamos una callejuela y, a través de una pequeña puerta lateral, fuimos a dar a una de las alas del gran hospital. El terreno me era familiar y no precisé guía para seguir mi itinerario por la lúgubre escalera de piedra y luego a través del largo pasillo de paredes encaladas y puertas color castaño. Casi al otro extremo, un corredor abovedado y bajo torcía hacia uno de los lados, conduciendo al laboratorio de química.
Era una habitación de techo elevado, llena de frascos alineados lo largo de las paredes o desperdigados por el suelo. Aquí y allá había unas mesas bajas y anchas erizadas de vasijas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen con su azul y ondulante lengua de fuego. En la habitación hacía guardia un solitario estudiante que, absorto en su trabajo, se inclinaba sobre una mesa apartada. Al escuchar nuestros pasos volvió la cabeza, y saltando en pie dejó oír una exclamación de júbilo.
_¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! -gritó a mi acompañante mientras corría hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano-. He hallado un reactivo que precipita con la hemoglobina y solamente con ella.
El descubrimiento de una mina de oro no habría encendido placer más intenso en aquel rostro.
_Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes -anunció Stamford a modo de presentación.
_Encantado -dijo cordialmente mientras me estrechaba la mano con una fuerza que su aspecto casi desmentía-. Por lo que veo, ha estado usted en tierras afganas.
_¿Cómo diablos ha podido adivinarlo? -pregunté, lleno de asombro.
_No tiene importancia -repuso él riendo por lo bajo-. Volvamos a la hemoglobina. ¿Sin duda percibe usted el alcance de mi descubrimiento?
_Interesante desde un punto de vista químico -contesté-, pero, en cuanto a su aplicación práctica...
_Por Dios, se trata del más útil hallazgo de la Medina Legal de los últimos años. Fíjese: nos proporciona una prueba infalible para descubrir las manchas de sangre. ¡Venga usted a verlo!
Era tal su agitación que me agarró de la manga de la chaqueta, arrastrándome hasta el tablero donde había estado realizando sus experimentos.
_Tomemos un poco de sangre fresca -dijo, clavándose en el dedo una larga aguja y vertiendo en una probeta de laboratorio la gota manada de la herida.
_Ahora añado esta pequeña cantidad de sangre a un litro de agua. Puede usted observar que la mezcla resultante
ofrece la apariencia del agua pura. La proporción de sangre no excederá de uno a un millón. No me cabe duda, sin embargo, de que nos arreglaremos para obtener la reacción característica.
Mientras hablaba, arrojó en el recipiente unos pocos cristales blancos, agregando luego algunas gotas de cierto líquido transparente. En el acto la mezcla adquirió un apagado color caoba, en tanto que se posaba sobre el fondo de la vasija de vidrio un polvo parduzco.
_¡Ajá! -exclamó, dando palmadas y alborozado como un niño con zapatos nuevos-. ¿Qué me dice ahora?
_Fino experimento -repuse.
_¡Magnífico! ¡Magnífico! La tradicional prueba del guayaco resultaba muy tosca e insegura. Lo mismo cabe decir del examen de los corpúsculos de sangre... Este último es inútil cuando las manchas cuentan arriba de unas pocas horas. Sin embargo, acabamos de dar con un procedimiento que actúa tanto si la sangre es vieja como nueva. A ser mi hallazgo más temprano, muchas gentes que ahora pasean por la calle hubieran pagado tiempo atrás las penas a que sus crímenes les hacen acreedoras.
_Caramba... -murmuré.
_Los casos criminales giran siempre alrededor del mismo punto. A veces un hombre resulta sospechoso de un crimen meses más tarde de haberse cometido; se someten a examen sus trajes y ropa blanca: aparecen unas manchas parduzcas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de óxido, acaso de fruta? Semejante extremo ha sumido en la confusión a más de un experto, y ¿sabe usted por qué? Por la inexistencia de una prueba segura. Sherlock Holmes ha aportado ahora esa prueba y queda el camino despejado en lo venidero.
Había al hablar destellos en sus ojos; descansó la palma de la mano a la altura del corazón, haciendo después una reverencia, como si delante suyo se hallase congregada una imaginaria multitud.
_Merece usted que se le felicite -apunté, no poco sorprendido de su entusiasmo.
_¿Recuerda el pasado año el caso de Von Bischoff, en Frankfort? De haber existido esta prueba, mi experimento le habría llevado derecho a la horca. ¡Y qué decir de Mason, el de Bradford, o del célebre Muller, o de Lefévre de Montpellier, o de Samson el de Nueva Orleans! Una veintena de casos me acuden a la mente en los que la prueba hubiera sido decisiva.
_Parece usted un almanaque viviente de hechos criminales -apuntó Stamford con una carcajada-. ¿Por qué no publica algo? Podría titularlo «Noticiario policíaco de tiempos pasados».
_No sería ningún disparate -repuso Sherlock Holmes poniendo un pequeño parche sobre el pinchazo-. Tengo que tener cuidado -prosiguió mientras me sonreía-, porque manejo venenos con mucha frecuencia.
Alargó la mano y vi que la tenía moteada de parches similares y descolorida por el efecto de ácidos fuertes.
_Hemos venido a tratar un negocio -dijo Stamford sentándose en un taburete de tres patas, y empujando otro hacia mí con el pie-. Este señor anda buscando dónde cobijarse, y como se lamentaba usted de no encontrar nadie que quisiera ir a medias en la misma operación, he creído buena la idea de reunirlos a los dos.
A Sherlock Holmes pareció seducirle el proyecto de dividir su vivienda conmigo.
_Tengo echado el ojo a unas habitaciones en Baker Street -dijo-, que nos vendrían de perlas. Espero que no le repugne el olor a tabaco fuerte.
_No gasto otro -repuse.
_Hasta ahí vamos bastante bien. Suelo revolver sustancias químicas y, de vez en cuanto, realizo algún experimento. ¿Le importa?
_En absoluto.
_Veamos..., cuáles son mis otros inconvenientes. De tarde en tarde me pongo melancólico y no despego los labios durante días. No lo atribuya usted nunca a mal humor o resentimiento. Déjeme sencillamente estar y verá qué pronto me enderezo. En fin, ¿qué tiene usted a su vez que confesarme? Es aconsejable que dos individuos estén preparados sobre sus peores aspectos antes de que se decidan a vivir juntos.
Me hizo reír semejante interrogatorio.
_Soy dueño de un cachorrito -dije-, y desapruebo los estrépitos porque mis nervios están destrozados... y me levanto a las horas más inesperadas y me declaro, en fin, perezoso en extremo. Guardo otra serie de vicios para los momentos de euforia, aunque los enumerados ocupan un lugar importante.
_¿Entra para usted el violín en la categoría de lo estrepitoso? -me preguntó muy alarmado.
_Según quién toque -dije-. Un violín bien tratado es un regalo de los dioses, un violín en manos poco diestras...
_Magnífico -concluyó con una risa alegre-. Creo que puede considerarse el trato zanjado..., siempre y cuando dé usted el visto bueno a las habitaciones.
_¿Cuándo podemos visitarlas?
_Venga usted a buscarme mañana a mediodía; saldremos después juntos y quedará todo arreglado.
_De acuerdo, a las doce en punto -repuse estrechándole la mano.
Lo dejamos ocupado con sus productos químicos y juntos fuimos caminando hacia el hotel.
_Por cierto -pregunté de pronto, deteniendo la marcha y dirigiéndome a Stamford-, ¿cómo demonios ha caído en la cuenta de que venía yo de Afganistán?
Sobre el rostro de mi compañero se insinuó una enigmática sonrisa.
_He ahí una peculiaridad de nuestro hombre -dijo-. Es mucha la gente a la que intriga esa facultad suya de adivinar las cosas.
_¡Caramba! ¿Se trata de un misterio? -exclamé frotándome las manos-. Esto empieza a ponerse interesante. Realmente, le agradezco mucho su presentación... Como reza el dicho, «no hay objeto de estudio más digno del hombre que el hombre mismo».
_Aplíquese entonces a la tarea de estudiar a su amigo -dijo Stamford a modo de despedida-. Aunque ya verá como acaba sabiendo él mucho más de usted que usted de él... Adiós.
_Adiós -repuse y seguí sin prisa mi camino hacia el hotel, intrigado por el individuo que acababa de conocer.
2. La ciencia de la deducción
Según lo acordado nos vimos al día siguiente para inspeccionar las habitaciones del 221B de Baker Street a que se había hecho alusión durante nuestro encuentro. Consistían en dos confortables dormitorios y una única sala de estar, alegre y ventilada, con dos amplios ventanales por los que entraba la luz. Tan conveniente en todos los aspectos nos pareció el apartamento y tan moderado su precio, una vez dividido entre los dos, que el trato se cerró de inmediato y, sin más dilaciones, tomamos posesión de la vivienda. Esa misma tarde procedí a mudar mis pertenencias del hotel a la casa, y a la otra mañana Sherlock Holmes hizo lo correspondiente con las suyas, presentándose con un equipaje compuesto de maletas y múltiples cajas. Durante uno o dos días nos entregamos a la tarea de desembalar las cosas y colocarlas lo mejor posible. Salvado semejante trámite, fue ya cuestión de hacerse al paisaje circundante e ir echando raíces nuevas.
No resultaba ciertamente Holmes hombre de difícil convivencia. Sus maneras eran suaves y sus hábitos regulares. Pocas veces le sorprendían las diez de la noche fuera de la cama, e indefectiblemente, al levantarme yo por la mañana, había tomado ya el desayuno y enfilado la calle. Algunos de sus días transcurrían íntegros en el laboratorio de química o en la sala de disección, destinando otros, ocasionalmente, a largos paseos que parecían llevarle hasta los barrios más bajos de la ciudad. Cuando se apoderaba de él la fiebre del trabajo era capaz de desplegar una energía sin parangón; pero a trechos y con puntualidad fatal, caía en un extraño estado de abulia, y entonces, y durante días permanecía extendido sobre el sofá de la sala de estar, sin mover apenas un músculo o pronunciar palabra de la mañana a la noche. En tales ocasiones no dejaba de percibir en sus ojos cierta expresión perdida y como ausente que, a no ser por la templanza y limpieza de su vida toda, me habría atrevido a imputar al efecto de algún narcótico. Conforme pasaban las semanas, mi interés por él y la curiosidad que su proyecto de vida suscitaba en mí, fueron haciéndose cada vez más patentes y profundos. Su apariencia y aspecto podían llamar la atención del más casual observador. En altura andaba por encima de los seis pies (1,80), aunque la delgadez extrema exageraba considerablemente esa estatura. Los ojos eran agudos y penetrantes, salvo en los períodos de sopor a que he aludido, y su fina nariz de ave rapaz le daba no sé qué aire de viveza y determinación. La barbilla también, prominente y maciza, delataba en su dueño a un hombre de firmes resoluciones. Las manos aparecían siempre manchadas de tinta y distintos productos químicos, siendo, sin embargo, de una exquisita delicadeza, como innumerables veces pude ver por el modo en que manejaba Holmes sus frágiles instrumentos de física.
No seguía la carrera médica. Él mismo, respondiendo a cierta pregunta, había confirmado el parecer de Stamford sobre semejante punto. Tampoco parecía empeñado en un estudio que pudiera darle un título científico o abrirle cualquiera de las reconocidas puertas por donde se accede al mundo académico. Pese a todo el esfuerzo puesto en determinadas labores era notable que sus conocimientos dirigidos a determinados campos fueran tan amplios y minuciosos que daban lugar a observaciones sencillamente asombrosas. Imposible resultaba que un trabajo esforzado y una información en tal grado exacta no persiguieran un fin concreto. El lector poco sistemático no se caracteriza por la precisión de los datos acumulados en el curso de sus lecturas. Nadie satura su inteligencia con asuntos menudos a menos que tenga alguna razón de peso para hacerlo así.
Si sabía un número de cosas fuera de lo común, ignoraba otras que todo el mundo conocía. De literatura contemporánea, filosofía y política, estaba casi completamente en ayunas. Cierta vez que nombré a Tomás Carlyle, me preguntó, con la mayor inocencia, quién era y lo que había hecho. Mi asombro llegó, sin embargo, a su máximo cuando descubrí por casualidad que ignoraba la teoría copernicana y la composición del sistema solar.
El que un hombre civilizado desconociese en nuestro siglo XIX que la tierra gira en torno al sol, se me antojó un hecho tan extraordinario que apenas si podía darle crédito.
_Parece usted sorprendido -dijo sonriendo ante mi expresión de asombro-. Ahora que me ha puesto usted al corriente, haré lo posible por olvidarlo.
_¡Olvidarlo!
_Entiéndame -explicó-, considero que el cerebro de cada cual es como una pequeña pieza vacía que vamos amueblando con elementos de nuestra elección. Un necio echa mano de cuanto encuentra a su paso, de modo que el conocimiento que pudiera serle útil, o no encuentra cabida o, en el mejor de los casos, se halla tan revuelto con las demás cosas que resulta difícil dar con él. El operario hábil selecciona con mucho cuidado el contenido de ese
lugar disponible que es su cabeza. Sólo de herramientas útiles se compondrá su arsenal, pero éstas serán abundantes y estarán en perfecto estado. Constituye un grave error el suponer que las paredes de la pequeña habitación son elásticas o capaces de dilatarse indefinidamente. A partir de cierto punto, cada nuevo dato añadido desplaza necesariamente a otro que ya poseíamos. Resulta por tanto de inestimable importancia vigilar que los hechos inútiles no arrebaten espacio a los útiles.
_¡Sí, pero el sistema solar...! -protesté.
_¿Y qué me da a mí el sistema solar? -interrumpió ya impacientado-: dice usted que giramos en torno al sol... Que lo hiciéramos alrededor de la luna no afectaría un ápice a cuanto soy o hago.
Estuve entonces a punto de interrogarle sobre eso que él hacía, pero un no sé qué en su actitud me dio a entender que esa pregunta no sería de su agrado. No dejé de reflexionar, sin embargo, acerca de nuestra conversación y las pistas que ella me insinuaba. Había mencionado su propósito de no meterse en conocimiento alguno que no sirviera a su trabajo. Por tanto, a todos los datos que obtenía le daba cierta utilidad. Enumeré mentalmente los distintos asuntos sobre los que había demostrado estar excepcionalmente bien informado. Incluso tomé un lápiz y los fui poniendo por escrito. No pude contener una sonrisa cuando vi el documento en toda su extensión. Decía así: «Sherlock Holmes; sus límites:
1.Conocimientos de Literatura: ninguno.
2.Conocimientos de Filosofía: ninguno.
3.Conocimientos de Astronomía: ninguno.
4. Conocimientos de Política: escasos.
5. Conocimientos de Botánica: desiguales. Al día en belladona, opio y venenos en general. Nulos en jardinería 6. Conocimientos de Geología: prácticos aunque restringidos. De una ojeada distingue un suelo geológico de otro. Después de un paseo me ha enseñado las manchas de barro de sus pantalones y ha sabido decir, por la consistencia y el color de la tierra, a qué parte de Londres correspondía cada una.
7. Conocimientos de Química: profundos.
8. Conocimientos de Anatomía: exactos, pero poco sistemáticos.
9. Conocimientos de literatura sensacionalista: inmensos. Parece conocer todos los detalles de cada hecho macabro acaecido en nuestro siglo.
10. Toca bien el violín.
11. Experto boxeador, y esgrimista de palo y espada.
12. Familiarizado con los aspectos prácticos de la ley inglesa.»
Al llegar a este punto, desesperado, arrojé la lista al fuego. «Si para adivinar lo que este tipo se propone -me dije- he de buscar qué profesión corresponde al común denominador de sus talentos, puedo darme por vencido.»
Observo haber aludido poco más arriba a su aptitud para el violín. Esta era notable, aunque no menos peregrina que todas las restantes. Podía ejecutar piezas difíciles musicales, lo sabía de sobra, ya que a mi pedido había reproducido las notas de algunos lieder de Mendelssohn y otras composiciones de mi elección. Cuando se dejaba llevar por su gusto, rara vez arrancaba a su instrumento música o aires reconocibles. Recostado en su butaca durante toda una tarde, cerraba los ojos y con ademán descuidado arañaba las cuerdas del violín, colocado de través sobre una de sus rodillas. Unas veces eran notas vibrantes y melancólicas, otras, de aire fantástico y alegre. Sin duda esos acordes reflejaban los ocultos pensamientos del músico, bien dándoles su definitiva forma, bien acompañándolos no más que como una caprichosa melodía del espíritu. Sabe Dios que no hubiera sufrido pasivamente esos exasperantes solos a no tener Holmes la costumbre de rematarlos con una rápida sucesión de mis piezas favoritas, ejecutadas en descargo de lo que antes de ellas había debido oír.
Llevábamos juntos alrededor de una semana sin que nadie apareciese por nuestro habitáculo, cuando empecé a sospechar en mi compañero una orfandad de amistades igual a la mía. Pero, según pude descubrir, no sólo eso era falso, sino que además los contactos de Holmes se distribuían entre las más dispersas capas de la sociedad. Existía, por ejemplo, un hombrecillo con aspecto de ratón, pálido y ojimoreno, que me fue presentado como el señor Lestrade y que vino a casa en tres o cuatro ocasiones a lo largo de una semana. Otra mañana una joven elegante fue nuestro huésped durante más de media hora. A la joven le siguió por la noche un tipo harapiento y de
cabeza cana -la clásica estampa del buhonero judío-, que parecía hallarse inquieto y que, a su vez, dejó paso a una ajada y pobre señora. Un día, mi compañero charló con cierto caballero anciano y de melena blanca como la nieve; otro, recibió a un mozo de cuerda que venía con su uniforme de pana. Cuando alguno de los miembros de esta mezclada comunidad hacía acto de presencia, Holmes me pedía el uso de la sala y yo me retiraba entonces a mi dormitorio. Jamás dejó de disculparse por el trastorno que esto me causaba.
_Tengo que utilizar esta habitación como oficina -decía-, y la gente que entra en ella constituye mi clientela.
¡Qué mejor momento para interrogarle a quemarropa! Pero no quería forzar su confidencia. Imaginaba que algo le impedía descubrir ese aspecto de su vida, cosa que pronto me desmintió él mismo yendo derecho al asunto sin el menor requerimiento por mi parte.
Se cumplía como bien recuerdo el 4 de marzo, me había levantado antes que de costumbre y encontré a Holmes despachando su desayuno. Tan hecha estaba la patrona a mis hábitos poco madrugadores, que no hallé el plato ni el café dispuesto. Con la característica y nada razonable petulancia del común de los mortales, llamé entonces al timbre y anuncié muy cortante que esperaba mi ración. Acto seguido tomé un periódico de la mesa e intenté distraerme con él mientras mi compañero terminaba en silencio su tostada. El encabezamiento de uno de los artículos estaba subrayado en rojo, y a él, naturalmente, dirigí en primer lugar mi atención.
Sobre el subrayado aparecían estas ampulosas palabras: EL LIBRO DE LA VIDA, y seguía una demostración de las innumerables cosas que cualquiera podría deducir sólo sometiendo a examen preciso y sistemático los acontecimientos que el azar le hiciese testigo. El escrito se me antojó una extraña mezcla de agudeza y disparates. A sólidas y justas razones sucedían inferencias muy audaces o exageradas. El autor afirmaba poder adentrarse, guiado de señales tan superficiales como un gesto, el estremecimiento de un músculo o una mirada, los más escondidos pensamientos de otro hombre. Según él, la simulación y el engaño resultaban impracticables delante de alguien acostumbrado al análisis y a la observación. Tan sorprendentes serían los resultados, que el no iniciado en las rutas que lleva de los principios a las conclusiones, creería estar en presencia de un auténtico adivino.
«A partir de una gota de agua -decía el autor-, cabría al lógico establecer la posible existencia de un océano Atlántico o unas cataratas del Niágara, aunque ni de lo uno ni de lo otro hubiese tenido jamás la más mínima noticia. La vida toda es una gran cadena cuya naturaleza se manifiesta a la sola vista de un eslabón aislado. A semejanza de otros oficios, la Ciencia de la Deducción y el Análisis exige en su ejecutante un estudio prolongado y paciente, no habiendo vida humana tan larga que en el curso de ella alguien logre alcanzar la perfección máxima de que el arte deductivo es posible. Antes de poner sobre el tapete los aspectos morales y psicológicos de más bulto que esta materia suscita, descenderé a resolver algunos problemas elementales. Por ejemplo, cómo apenas divisada una persona cualquiera, resulta posible inferir su historia completa, así como su oficio o profesión. Parece un ejercicio infantil, y sin embargo afina la capacidad de observación, descubriendo los puntos más importantes y el modo como encontrarles respuesta. Las uñas de un individuo, las mangas de su chaqueta, sus botas, la rodillera de los pantalones, la callosidad de los dedos pulgar e índice, la expresión facial, los puños de su camisa, todos estos detalles, en fin, son prendas personales por donde claramente se revela la profesión del hombre observado. Que semejantes elementos, puestos en junto, no iluminen al inquisidor competente sobre el caso más difícil, resulta, sin más, inconcebible.»
_¡Atrevida lista de estupideces! -grité, dejando el periódico sobre la mesa con un golpe seco-. Jamás había leído en mi vida tanto disparate.
_¿De qué se trata? -preguntó Sherlock Holmes.
_De ese artículo -dije, apuntando hacia él con mi cucharilla mientras me sentaba para dar cuenta de mi desayuno-. Veo que lo ha leído, ya que está subrayado por usted. No niego habilidad al escritor. Pero me subleva lo que dice. Se trata a ojos vista de uno de esos divagadores de profesión a los que entusiasma elucubrar preciosas paradojas en la soledad de sus despachos. Pura teoría. ¡Quién lo viera encerrado en el metro, en un vagón de tercera clase, frente por frente de los pasajeros, y puesto a la tarea de ir adivinando las profesiones de cada uno! Apostaría uno a mil en contra suya.
_Perdería usted su dinero -repuso Holmes tranquilamente-. En cuanto al artículo, es mío.
_¡Suyo!
_Sí; soy aficionado tanto a la observación como a la deducción. Esas teorías expuestas en el periódico y que le parecen tan fantasiosas, vienen a ser en realidad extremadamente prácticas, hasta el punto que de ellas vivo.
_¿Cómo? -pregunté involuntariamente.
_Tengo un oficio muy particular, sospecho que único en el mundo. Soy detective asesor... Verá ahora lo que ello significa. En Londres abundan los detectives comisionados por el gobierno, y no son menos los privados. Cuando uno de ellos no sabe muy bien por dónde anda, acude a mí, y yo lo coloco entonces sobre la pista. Suelen presentarme toda la evidencia de que disponen, a partir de la cual, y con ayuda de mi conocimiento de la historia criminal, me las arreglo decentemente para enseñarles el camino. Existe un fuerte aire de familia entre los hechos
delictivos, y si se dominan al detalle los mil primeros, no resulta difícil descifrar el que completa el número mil uno. Lestrade es un detective bien conocido. No hace mucho se enredó en un caso de falsificación y, hallándose un tanto desorientado, vino aquí a pedir consejo.
_¿Y los demás visitantes?
_Proceden en la mayoría de agencias privadas de investigación. Son gente que está a oscuras sobre algún asunto y acude a buscar un poco de luz. Atiendo a su relato, doy mi opinión, y presento la factura.
_¿Pretende usted decirme -atajé- que sin salir de esta habitación se las compone para poner en claro lo que otros, en contacto directo con las cosas e instruidos sobre todos sus detalles, sólo ven a medias?
_Exacto. Poseo, en ese sentido, una especie de intuición. De cuando en cuando surge un caso más complicado, y entonces es necesario ponerse en movimiento y echar una ojeada. Sabe usted que poseo una cantidad respetable de datos fuera de lo común; este conocimiento facilita extraordinariamente mi tarea. Las reglas deductivas afirmadas
por mí en el artículo que acaba de suscitar su desprecio me prestan además un inestimable servicio. La capacidad de observación constituye en mi caso una segunda naturaleza. Pareció usted sorprendido cuando, nada más conocerlo, observé que había estado en Afganistán.
_Alguien se lo dijo, sin duda.
_En absoluto. Me constaba que venía de Afganistán. El hábito bien afirmado imprime a los pensamientos una continuidad tan rápida y fluida que me vi la conclusión sin necesitar los pasos intermedios. Estos, sin embargo, tuvieron su debido lugar. Puestos en orden serían: «Hay delante de mí un individuo con aspecto de médico y militar a un tiempo. Luego se trata de un médico militar. Viene del trópico, porque la piel de su cara es oscura y ese no es su color natural según la piel de sus muñecas. Por su rostro demacrado ha tenido sufrimientos y enfermedades. Le han herido en el brazo izquierdo, pues lo mantiene rígido y de manera forzada... ¿en qué lugar del trópico es posible que haya sufrido un médico militar semejantes contrariedades, recibiendo, además, una herida en el brazo? Evidentemente, en Afganistán». Esta unión de pensamientos duró apenas un segundo. Observé entonces que venía de la región afgana y usted se quedó con la boca abierta.
_Tal como me lo ha relatado, parece cosa de nada -dije sonriendo-. Me recuerda usted al Dupin de Allan Poe. Nunca imaginé que tales individuos pudieran existir en realidad.
Sherlock Holmes se puso en pie y encendió la pipa.
_Sin duda cree usted halagarme estableciendo un paralelo con Dupin -apuntó-. Ahora bien, en mi opinión, Dupin era un tipo de poca monta. Ese procedimiento de irrumpir en los pensamientos de un amigo con una frase oportuna, después de un cuarto de hora de silencio, tiene mucho de histriónico y superficial. No le niego, desde luego, talento analítico, pero dista infinitamente de ser el fenómeno que Poe parece haber supuesto.
_¿Ha leído usted las obras de Gaboriau? -pregunté-. ¿Responde Lecoq a su ideal detectivesco?
Sherlock Holmes arrugó sarcástico la nariz.
_Lecoq era un chapucero indecoroso -dijo con la voz alterada-, que no tenía sino una sola cualidad, a saber: la energía. Cierto libro suyo me pone sencillamente enfermo... En él se trata de identificar a un prisionero desconocido, sencillísima tarea que yo hubiera ventilado en veinticuatro horas y para la cual Lecoq precisa, poco más o menos, seis meses. Ese libro merecería ser repartido entre los profesionales del ramo como manual y ejemplo de lo que no hay que hacer.
Hirió algo mi amor propio al ver tratados tan displicentemente a dos personas que admiraba. Me aproximé a la ventana, y tuve durante un rato la mirada perdida en la calle llena de gente. «No sé si será este tipo muy listo», pensé para mis adentros, «pero no cabe la menor duda de que es un engreído.»
_No quedan ya crímenes ni criminales -prosiguió, en tono quejumbroso-. ¿De qué sirve en nuestra profesión tener la cabeza bien puesta sobre los hombros? Sé de cierto que no me faltan condiciones para hacer mi nombre famoso. Ningún individuo, ahora o antes de mí, puso jamás tanto estudio y talento natural al servicio de la causa detectivesca... ¿Y para qué? ¡No aparece el gran caso criminal! A lo sumo me cruzo con alguna que otra torpe villanía, tan transparente, que su móvil no puede escapar siquiera a los ojos de un oficial de Scotland Yard.
Persistía en mí el enfado ante la presuntuosa verbosidad de mi compañero, de manera que juzgué conveniente cambiar de tercio.
_¿Qué le pasará al tipo aquél? -pregunté señalando a cierto individuo fornido y no muy bien trajeado que a paso lento recorría la vereda opuesta, sin dejar de lanzar unas presurosas ojeadas a los números de cada puerta. Portaba en la mano un gran sobre azul, y su aspecto era el de un mensajero.
_¿Se refiere usted seguramente al sargento retirado de la Marina? -dijo Sherlock Holmes.
«¡Fanfarrón!», pensé para mí. «Sabe que no puedo verificar su conjetura.»
Apenas si este pensamiento había cruzado mi mente, cuando el hombre que espiábamos percibió el número de nuestra puerta y se apresuró a atravesar la calle. Oímos un golpe seco de aldaba, una profunda voz que venía de abajo y el ruido pesado de unos pasos a lo largo de la escalera.
_¡Para el señor Sherlock Holmes! -exclamó el extraño entrando en la habitación y entregó la carta a mi amigo. ¡Era el momento de bajarle los humos! ¡Quién le hubiera dicho, al soltar sus teorías que iba a verse en el brete de tener que demostrarlas!
Pregunté entonces con mi más acariciadora voz:
_¿Buen hombre, tendría usted la bondad de decirme cuál es su profesión?
_Ordenanza, señor -dijo con un gruñido-. Me están arreglando el uniforme.
_¿Qué era usted antes? -inquirí mientras miraba maliciosamente a Sherlock Holmes con el rabillo del ojo.
_Sargento, señor, sargento de infantería ligera de la Marina Real. ¿No hay contestación? Perfectamente, señor.
Y juntando los talones, saludó militarmente y desapareció de nuestra vista.
(. . .)
Arthur Conan Doyle
(1859-1930)